El silencio

Me he pasado la vida intentando acercarme a Dios, y lo único que he encontrado es silencio. Llevo días masticando estas palabras pronunciadas por un pastor alcohólico a Rust Cohel, el personaje interpretado por Matthew McConaughey en la serie True Detective, una ficción tan real, que asusta imaginar un mundo tan enfermo por Dios, y al mismo tiempo tan dejado de la mano de Dios.

En este retrato de una Lousiana pobre, paleta y embrutecida, Dios está en la maldad de casi todo el que respira. Si Dios es venganza, existe. Si Dios es violencia, existe. Si Dios es poder, existe. Y si Dios es el medio que justifica cualquier fin, sobre todo si implica el daño físico o emocional del prójimo, existe.

No es que a lo largo y cada vez más ancho de mi vida me haya esforzado mucho por tropezar con Dios. Casi siempre he contado con su silencio. El día de mi primera comunión, por ejemplo, me fui del partido. Ni iba bien uniformado, ni estaba listo para esa emocionante experiencia infantil de comerme el cuerpo de Cristo. Meses después lancé por primera vez la dichosa pregunta a un compañero de colegio (Ignacio García Fornet, profesor de Literatura y un indie de pro, hoy en día) al volver del recreo: ¿Tú crees en Dios? Mi miró como si le acabara de morder una oreja. Claro que sí, creo que fue su respuesta. Desde aquella mañana fui reforzando la idea de que estaba solo en el mundo. Nadie escuchaba mis ruegos sobre faldas que volaban o goles por la escuadra (quizá solo Zidane ha estado a la altura de las expectativas en las últimas tres décadas).

Y será por mi sordera, que no deja de sorprenderme el empeño de muchos de los que me rodean por tropezar una y otra vez con ese silencio. Ya sea persiguiendo el éxtasis frente a una imagen religiosa en busca de alivio, o para vaciar el alma y la mala conciencia del que camina por su existencia descuartizando a todo el que le impide avanzar. Solo soy capaz de comprender la búsqueda de consuelo de quienes remueven ese silencio cuando su vida o la vida de alguien a quien aman corre peligro.

Sí que tengo claro que los hombres me parecen más peligrosos cuando están convencidos de contar con el aval de Dios. Así es más fácil hacer daño, porque cuando el perdón que reposa la culpa se suaviza con la indulgencia divina, ¿dónde está el límite? Pienso en hombres y mujeres religiosos a los que quiero, y reconozco que son pocos los que me inquietan. Eso sí, entre los desconocidos uno me preocupa especialmente, nuestro ministro del Interior Jorge Fernández Díaz, el mismo peregrino que acaba de conceder la máxima condecoración policial a la cofradía María Santísima del Amor, el mismo peregrino que mira la frontera marroquí como un lugar sin cabida para la humanidad.

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