36

Por fin he cumplido 36 años. Como si llevara toda la vida esperándolo. Dice mi tío Antonio, que cada vez caerán más rápido. No me importa. Hoy, todo está bien. Llevo tantos meses sin asomarme por aquí, que no sé ni por dónde empezar. Dejé de escribir porque soy un vago adicto a las últimas horas; pero, sobre todo, porque alguien me pidió hacerlo cobrando. La fórmula nunca terminó de estar clara. Debía captar a mis propios lectores. Menudo negocio. Mi madre picó. La pobre ha seguido pagando casi un año sin saber que yo ya había dimitido. Amor de madre, impertubable, incansable, incesante. Le debo una buena comida, u otra buena promesa que ya veremos sin me acuerdo de cumplir. A los pocos días de aceptar unirme a este selecto club de columnistas, me vi compartiendo balcón con muchos desconocidos, y algún amigo, que no sé si llegaron a ver un euro. Supongo que no. Pero qué más da. ¿Quién cumple sus promesas hoy en día?

Ya ni recuerdo el nombre de la web que me captó. Y esta es otra de las ventajas de empezar a rondar la cuarta década,  la cifra mágica. Camino de los 40, además de sumar más lagunas de las habituales, he colgado las botas temporalmente, o definitivamente. Todavía no le he decidido. Fue en mayo cuando empezaron a dolerme cosas en sitios cada vez más raros. Mis piernas ya no llegaban allí donde ordenaba mi cerebro. Es decir, me empecé a saltar todos los stop. Demasiado para este falso punta con pinta de árbol adornado.  Ahora nado. Más bien cachaloteo por el carril tortuga de la piscina. Allí, paso más tiempo preocupado por el agua que inunda mis gafas de saldo, y por flotar para evitar un vergonzoso rescate. Pero sobre todo bajo el asedio de esculturales hombres de 70 años empeñados en doblarme largo tras largo. No perderé la fe. O lo intentaré. Hasta la próxima.

El último mohicano

El jueves pasado una poderosa fuerza me impidió alcanzar la Gran Vía. Salí de casa decidido a celebrar la proclamación del último mohicano y su señora. Felipe VI y Letizia Bolena, aquellos dos desconocidos que se acercaron a estrecharme la mano cuando era un becario con aire intenso y pose republicana, durante una visita a Canal Plus en 2008. Por supuesto, se la estreché. Puede que incluso iniciara algún ridículo gesto con la cabeza similar al que utilizó el ministro Josep Piqué para agasajar a Georges Bush al pie del Air Force One como si tuviera delante al emperador japonés. Recuerdo que Felipe me preguntó «¿qué tal?» También, que le respondí, que muy bien, antes de preguntarle, ¿y tú qué tal? Charla de estado que él cerró exhibiendo su mayestática educación con un escueto, «encantado». Nunca lo olvidaré.

Hasta Alberto Aguilera, mi fe patriótica estaba intacta. Pero empecé a flaquear a mitad de la calle Conde Duque. Para desfallecer al llegar a la plaza Guardia de Corps. Aquel camarero terminando de montar la terraza, las primeras cervezas volando sobre una bandeja negra, aquella ‘fantastic girl’ paseando al perro, sumado a un ‘fantastic day’ y una maravillosa pandilla que todavía no se había bajado de la nube alcohólica de la noche anterior me inhibieron de la gran fiesta constitucional para siempre. No había duda, acaba de encontrar mi lugar en el mundo.

Una hora después, un tímido río de jóvenes abanderados con la rojigualda regresaban del fasto como aquellas parejas que en algún momento de la historia iban a misa. Dos chicas monísimas y sus novios Barbour se sentaron a mi lado. No tardé en empezar a sudar. No sé si fue el entusiasmo de ellas por narrar el fugaz instante en el que pudieron ver a la real pareja. O la obstinación de ellos por recrear la última media hora del martirio holandés de la noche anterior. Dos cervezas después, Sergi y la Jona (la Jona es la perra del Davo, pero esa es otra historia) me rescataron. Sergi y yo charlamos antes de enmudecer viendo defecar a la Jona. Aquello no daba para mucho más y nos despedimos.

De regreso a casa, llame a mi padre para contarle cómo el frenesí inicial por asistir a un episodio clave de la historia de nuestro país, fue frenado por mi sed y las caóticas charlas del grupo de borrachines, y cómo Sergi y la Jona me rescataron de un chocolate con churros año 1964. No me lo cogió. En realidad, casi nunca me lo coge. Una de cada cuatro, diría. Pero al menos, en esto, sigo siendo constante.

Caminaré sobre tu tumba

Al acabar la sesión de tortura que la selección holandesa practicó sobre la española el pasado viernes, mi padre sentenció: «Este resultado mete en problemas a Brasil». El comentario me hizo tanta gracia, que aderezado con un par de gin tonic, palió la sensación de desnudez sufrida durante media hora en la que vi temblar por primera vez a los jugadores que llevan 10 años reinando en el fútbol mundial. «Del Bosque ha terminado el partido con siete jugadores del Barça y Casillas». Ese era el comentario más repetido cuando todo olía a carne picada. Como si alinear a Xavi, Iniesta, Busquets, Cesc, Alba, Pedrito, Piqué e Iker fuera fruto de un estado de senectud, o la obra de un pirado más allá de sus cabales. «El Barça ha hecho un año terrible, y Casillas, apenas ha jugado», protestaba la mayoría. Para entonces, muy pocos recordaban el curso de Van Persie en un Manchester United que no se ha clasificado para competiciones europeas por primera vez en 24 años, la segunda temporada de Sneijder en el cementerio de elefantes turcos, o la eliminación del Bayern de Munich en semifinales de la Champions con Roben como actor pasivo. El tridente que destrozó y descuartizó a La Roja.

El desarraigo fue inmediato. Y casi todos los que sufrieron durante años para reconocer y asociar que el éxito de la selección se apoyaba en el juego del Barça, retrocedían encantados para señalar el fin de ciclo culé como la razón principal de la debacle. La lenta agonía de un estilo y el desamparo de un portero para muchos ya sin ángel, un momia aturdida llegué a escuchar, y una colección de dinosaurios que se resisten a dejar paso, protegidos por la inconsciencia y ternura de un entrenador capado para tomar decisiones de calado, y acostumbrado a volar sobre refrescantes olas que no comprende. Lo que sí es seguro es que la crítica más ácida y macabra tras la manita se la escuché a don Eladio, alias, Lalito: «Para Del Bosque debe ser muy humillante estar dos años por detrás de Van Gaal en cuestiones tácticas».

El revolcón destapaba lagunas del juego y resucitaba viejos complejos que parecían dormidos para siempre. Como tras el cuarto gol de Holanda, cuando se produce una imagen que ha pasado desapercibida: la piña oranje engullendo a empujones a Javier Miñano, el más bajito de los bajitos, preparador físico de la selección, y la víctima colateral del terremoto que ha hecho dudar a los que siempre dudaron. Al resto, también, la verdad.

A horas del partido frente a Chile, los interrogatorios no han servido para nada. Los periodistas que cubren a la selección en Brasil han sido incapaces de alcanzar ninguna certeza sobre lo que ronda en la cabeza de Del Bosque. Un tedioso vacío que solo ha dado pie a un carrusel de apuestas sobre si el doble pivote morirá o el falso nueve resucitará. Es cierto que observando los entrenamientos de la última semana, ha sido imposible descifrar las intenciones del seleccionador, como si el partido frente a los chilenos no precisara de recetas tácticas y un once titular preparado a conciencia para lidiar con las complejidades del rival, descritas por su estrellas, Arturo Vidal, en una frase perfecta para rellenar un titular : «Somos una selección suicida». Un vacío total en el que ha sido imposible encontrar la alineación, siempre que a estas horas esté ya decidida. Eso sí, los largos días de La Roja en Curitiba han mutado de las postales de entierro a las estampas plagadas de ejercicios lúdicos propias de un patio de colegio, como si toda la obsesión de Del Bosque fuera despertar del coma a unos futbolistas que solo necesitaran recuperar la confianza y la fe en el juego. Ojalá sea solo eso.

Se me ocurren muchas razones para ser optimista. Sobre todo, la confianza en lo que hoy para muchos parecen espejismos casi borrados de un pasado lleno de victorias dibujadas con un fútbol atómico que encerró en el armario a los técnicos que solo apuestan por el resultado y los atletas incapaces de juntar tres pases con sentido.

Esta noche me hubiera encantado, más que ninguna otra noche, asistir in situ al partido de Maracaná. Ser testigo de una resurrección o un fiel tranquilo y respetuoso en la derrota. Verles despertar o caer con dignidad.

Vergüenza casi ajena

Ahora que han escondido a Miguel Arias Cañete en un armario, (no sé por qué el candidato popular me recuerda al personaje interpretado por Philip Seymour Hoffman en la película ‘The Master’), en Génova cuentan las horas para que llegue rápido el domingo y pasen las elecciones, por si acaso. Y como ya no tienen mucho más que perder, en Ferraz el ambiente debe ser mucho más ocioso ahora que las vacaciones están a la vuelta de la esquina. Sobre todo desde que Elena Valenciano ha tomado las riendas de su adolescencia política con sus tirantes despistados a la vista del machista e ilustrado Cañete, con esos ‘selfies’ en los que Rubalcaba parece un profesor enrollado de la serie ‘Compañeros’, y con su voz impostada de ‘teeneger’ que acaba de descubrir que el Che no es el cantante principal del musical ‘Jesucristo Super Star’, ¡qué fuerte, tía! Estoy casi convencido de que la candidata socialista lleva semanas haciendo novillos en la cafetería de en frente de su instituto. ¿Me prestas cinco euros?

No quiero ni imaginar las angustias de los reporteros que llevan semanas siguiendo tanta estupidez y despropósito. Muchas horas tras los candidatos observando sus poses construidas, intentando traducir mensajes vacíos y editados, para llegar a casa y que sus hijos les pregunten ¿qué has hecho hoy? Y que ellos solo puedan responder: ¡Bob Esponja! Y si no hay vástagos a los que despistar, siempre queda el ‘Candy Crush’. ¿Me das un abrazo?

Ya saben que el resto de candidatos casi no existen. Anoche los que no existen tuvieron sus minutos de gloria en la misma franja horaria que ‘Juego de Tronos’. Todo muy Lannister, pero, sinceramente, fue fácil elegir. Y eso que uno intenta que no se le pase nada que realmente importa. Pero cuando la vergüenza ajena se convierte en cotidiana como espectador de la vida política de tu país, qué más se puede hacer que despistarte un poco sin armar demasiado ruido. Corazón de león, boca de ratón.

Por lo menos tengo más o menos claro que los 60.000 hinchas, (según he leído en algún lugar poco fiable, entre ellos, unos 150 trabajadores de TVE patrocinados por el ente) que se desplazarán a la orgía europea de Lisboa ya han depositado su voto por correo. Dos tercios no tienen entrada. Espero que Lisboa y los lisboetas soporten con paciencia esta invasión casi bárbara, tan española,  muy de botellón, y que permitirá a los aficionados durante 24 horas olvidar quiénes son, por qué están allí, pero sobre todo, de dónde vienen. Fútbol es fútbol.

Por último, confesar que llevo semanas soñando con un exorcismo colectivo que nos devuelva lo que nunca hemos tenido entre tanta burbuja pinchada, político imputado, discurso electoral para militantes (¿quedará algún militante que no sea clientelista?), aceras mil veces cambiadas y mil veces rotas, boquetes en el asfalto, rentas trucadas, capitalistas de ración grasienta en menú degustación y cargas policiales persiguiendo lo que nos han quitado: la emoción de que algo sea realmente verdad.

Feliz jornada electoral.

Fiebres del último sábado noche

El sábado por la noche, después de la segunda copa, mi eufórica ilusión de anunciar que el Madrid ganará la décima, Ucrania, el exentrenador del Barça, Rusia y la atormentada manía de Laura de competir con embarazadas expertas en una pista de esquí, tomaron una mesa entumecida por los restos de shawarman y kebab de la cena. En una tele enmudecida, los rótulos de la CNN anunciaban la derrota del Chelsea con el colista de la Premier. La imagen más repetida era la de Rui Faria frenado por compañeros de bancada, mientras éste le chillaba al árbitro por qué no me comes el tigre. Como un día alguien no pare al pobre diablo, estoy convencido de que se trata de una estrategia estudiada de pub para favorecer una imagen bravucona de este florista con aire de profesor de religión marista, el pobre se va a llevar una somanta de hostias histórica. Y tras la barra, un exiliado sirio se movía con un garbo desconocido para mí en Madrid, poniendo ginebras, ahora baratas, y Ballantines cola como si las milicias de Bashar al-Asad estuvieran a punto de quemar su local, torturarle y poner fin al trabajo de toda una vida. Pero no era para tanto.

Malasaña estaba desconocida, casi vacía, casi cerrada a la espera de penúltima resurección. La siguiente ginebra barata se me resbalaba de las manos en un bar de la calle Ballesta con aire de viejo puticlub. Me encantan las barras forradas con esos apoyos de cuero remachado, casi siempre verdes tipo Jaguar, que diría Pozuelo, perfectos para soportar el peso de tu existencia mientras miras más que bebes y sujetas un vaso que nunca sabes muy bien si es realmente el tuyo. Nunca se me ha dado especialmente bien charlar más allá de las 12 de la noche. Sí, jugar al billar. La gente cree que tengo cierta habilidad con el taco. No es del todo cierto. Solo es otro de mis trucos para ganar o dejarme perder de manera algo heroica.

Más allá de las tres de la mañana, siempre tengo el mismo presentimiento en la puerta del Siroco, no entraré. Son muchas las veces en las que he llegado a esa misma frontera y me he dado la vuelta. Casi siempre influye que los responsables de administrar la entrada y salida de los clientes parecen más pastores enfadados con su desorientado rebaño, que profesionales de la noche, sea eso lo que sea. Pero esta vez entré. Además, gratis y con la calurosa bienvenida del propietario. Segundos antes, un gorila italiano nos había mirado como si fuéramos plátanos. Pero iba con dos músicos, para mí casi desconocidos, a los que el dueño reconoció como si tuviera delante a John Lennon y Paul McCartney. Yo, como casi siempre, más Ringo que Georges, tiré de la manada antes de que nos descubrieran.

En el Siroco casi siempre pasa lo mismo. Abajo solo los que han consumido recetas del doctor Gallardón son capaces de habitar. Y arriba casi nadie baila. No sé de dónde sacan a los que ponen la música, una tribu con aire de artista a 50 euros la noche que jamás aceptan una sugerencia para enfurecer esas misas sonoras que nos pinchan, y que solo bailan ellos con los cuatro amigos gorrones que les acompañan, como si todavía estuvieran todos bajo la ducha. Pobres infelices que sueñan con la ‘London Calling’, pero que son incapaces de dejar que nos tomemos la última ginebra con Bowie.

Mi huida, como casi siempre, fue a la francesa y a lomos de ‘Rebel Rebel’, tantas veces escuchada y otras tantas bailada. Camino de casa soñé con la Roma de Sorrentino y la belleza casi perdida de mi barrio. El último lugar al que casi siempre espero regresar en paz con la noche.

Míreme a los ojos

Anoche estuve torpe en el éxtasis atlético. La turca que llevaba me despistó e impidió felicitar a los colchoneros que quiero, salvo a uno. Esta mañana, más sereno, me he acordado de mi tío Antonio y de mi primo José. Primero de mi tío, porque fue quien transformó a mi primo (del que todos esperábamos que fuera hincha del Bournemouth o del Southhampton, su primer apellido es Golder) en aficionado del Atleti. Quizá yo pude hacer más para que que este hijo de la corona británica y de mi tía Pepa la republicana, se hiciera madridista. Pero ganó mi tío Antonio, el primer colchonero al que conocí, que en Murcia no es poco. Puede que también influyera que en la persiana de mi abuela, el de los rizos rubios siempre acabara de portero y yo de matador con la camiseta de Hugo Sánchez más sudada de la historia. No he hablado todavía con ellos, y puede que pasen meses hasta que les vuelva a mirar a los ojos, pero me los imagino perfectamente abrazados y felices con esa sonrisa tan Estrella Levante o tan, matemos esa botella de Matusalen. Menos mal que con ellos siempre hay un carnaval pendiente.

Clara es la aficionada menos presumida del Atleti que conozco. Es imposible que se pierda un aquelarre colchonero dentro o fuera del estadio. Casi siempre te la encontrarás en las zonas más populares del campo, es decir, o detrás de la portería, o en la zona de cemento en la que las emociones traspasan a la razón. Porque con Clara y su Atleti jamás hay término medio. Nunca la sorprenderás bailando sobre tu tumba (que alegría que los Siniestro Total suenen en este momento). Y menos, ahora que el ‘cholismo’ ha devorado al ‘tiki taka’, esa forma de jugar que ella ha descrito en cientos de crónicas. Clara llevaba varios días casi en silencio, como hace meses, cuando se acercaba la final de Copa. Tanto, que si le pedías fuego, podía tardar unos segundos en reaccionar. Joder, a ratos parecía Gabi visualizando el partido de anoche. Sé que estuvo en el Calderón, sé que flotó, y sé que, seguramente, casi nadie se dio cuenta.

Roberto es el hincha más presumido del Atleti que conozco, también el más cagón. Hace tiempo que no sé de él. Quizá ha abandonada la banca y por fin es ya un sueco más. Ya me contará. Pero me sorprendió que no reclamara anoche un poco de consuelo antes de la felicidad total. Puede que ya no le haga falta. Pero espero que no olvide nunca las terapias de 2008, cuando repartíamos la revista del club en el Calderón antes de ver a aquel equipo que no le ganaba a casi nadie. Entonces ir a ver jugar al Atleti era casi un acto de caridad, que se lo digan si no a Clara.

Tampoco llamé ni escribí a Andrés de la Poza, el cuarto portero del Atleti (ahora cedido a los villanos), y el reportero que cubre al Atleti en la tele. Pocos lo saben, pero ‘Pousi’, así le llamamos nosotros, es la única persona que ha estado in situ en cinco finales, una de Eurocopa, la del Mundial, dos de Europa League y una de Copa, y ha visto como su equipo las ganaba todas. No estará en Brasil este verano (asunto que me inquieta, aunque a quien realmente debería inquietar es a Del Bosque), quizá por esto me gustaría que Cristina (su mujer y la reportera más valiente e inconsciente que conozco) y Clara, le acompañaran a Lisboa a resucitar al mismísimo Luis Aragonés.

Si Clara es la aficionada menos presumida del Atleti que conozco, Carlos de Frutos es el más discreto. Nunca le verás triste, alegre, enfadado o extasiado, salvo con el fútbol de la villanía y de su atleti. ‘Fruti di mare’, ese es su alias, es una roca. Nos saca diez años a los más viejos, pero podría sostener al resto de los villanos sobre cualquiera de sus cuadriceps. Ayer, cuando salíamos de la tele, su Peugeot rozó el coche de Josele, también colchonero. Estoy seguro de que es la primera vez que tiene un percance automovilístico, pero joder, solo faltaban cuatro horas para que tirara para el Manzanares. No sé cómo habrá quedado ese parte amistoso, pero seguramente hoy no le importe a ninguno de los dos. Eso sí, me hubiera encantado ver a ‘Fruti di mare’ explotar anoche en su butaca del Calderón. De hecho, mirando el partido, fantaseábamos con la posibilidad de que la realización del Plus le cazará borracho de felicidad. Pero ya saben, Carlos es el hincha del Atleti más discreto que conozco.

Seguramente mi memoria se dejará gente por el camino, no a Marta Barroso ni a Rubén Bodiroga, mis antiguos becarios favoritos. Tampoco a Alfredo Benito, el periodista que seguía como reportero de Onda Madrid al Real Madrid de la séptima y octava Champions con una camiseta interior del Atleti. Jamás le oirán o leerán tropezar con las emociones en el ejercicio del oficio, pero sé que como niño que sigue siendo, anoche visualizó en el magnífico partido de fútbol que todos vimos, la justicia poética y política que tanto echa de menos en la vida cotidiana. Me hubiera encantado ver a Natalia observándole con su pose de ‘Mari total’, mientras Alfredo y su perilla clamaban por la tercera república cerca del descuento.

Ya decía unos cuantos párrafos arriba, que la turca me impidió felicitar a los atléticos en su nueva noche favorita, salvo a uno, alias el ‘manguta’, mi sobrino favorito y el hincha que voló de Chamartín hacia el Calderón seducido por el ‘cholismo’ y ese delantero atropellado y feroz que es Diego Costa, y angustiado por la venta Özil al Arsenal. A todos ellos, vosotros, mi más sincera enhorabuena. Pero miradme a los ojos y no os equivoquéis, la décima, la que va después de la novena, la gana el Madrid.

 

 

 

«Her» retrofuturista.

This is ART

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La nueva película de Spike Jonze me fascinó; por la temática, por cómo está contada y también por la estética que envuelve la película en un aura futurista/retro. Esos grandes ventanales que muestran enormes paisajes de hormigón y que sin embargo, por dentro tienen una estética de los 60 y 70 fascinante; hasta el «dispositivo» que usa (no sé cómo llamar a este móvil/ordenador/novia) la tiene (atención al pinganillo).

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No sé vosotros pero para mí el vestuario en una película o una serie es importantísimo; dice mucho más del personaje que el guión si está bien conseguido. En el caso de «Her» habla, no sólo del personaje, sino de todo lo que la cinta de Jonze pretende decir. Y es mucho. Ambas cosas.
Casey Storm tiene la culpa, y también la tuvo en «Cómo ser John Malkovich» (también de Jonze) o «Zodiac» de David Fincher.
En «Her» hay un abuso…

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El silencio

Me he pasado la vida intentando acercarme a Dios, y lo único que he encontrado es silencio. Llevo días masticando estas palabras pronunciadas por un pastor alcohólico a Rust Cohel, el personaje interpretado por Matthew McConaughey en la serie True Detective, una ficción tan real, que asusta imaginar un mundo tan enfermo por Dios, y al mismo tiempo tan dejado de la mano de Dios.

En este retrato de una Lousiana pobre, paleta y embrutecida, Dios está en la maldad de casi todo el que respira. Si Dios es venganza, existe. Si Dios es violencia, existe. Si Dios es poder, existe. Y si Dios es el medio que justifica cualquier fin, sobre todo si implica el daño físico o emocional del prójimo, existe.

No es que a lo largo y cada vez más ancho de mi vida me haya esforzado mucho por tropezar con Dios. Casi siempre he contado con su silencio. El día de mi primera comunión, por ejemplo, me fui del partido. Ni iba bien uniformado, ni estaba listo para esa emocionante experiencia infantil de comerme el cuerpo de Cristo. Meses después lancé por primera vez la dichosa pregunta a un compañero de colegio (Ignacio García Fornet, profesor de Literatura y un indie de pro, hoy en día) al volver del recreo: ¿Tú crees en Dios? Mi miró como si le acabara de morder una oreja. Claro que sí, creo que fue su respuesta. Desde aquella mañana fui reforzando la idea de que estaba solo en el mundo. Nadie escuchaba mis ruegos sobre faldas que volaban o goles por la escuadra (quizá solo Zidane ha estado a la altura de las expectativas en las últimas tres décadas).

Y será por mi sordera, que no deja de sorprenderme el empeño de muchos de los que me rodean por tropezar una y otra vez con ese silencio. Ya sea persiguiendo el éxtasis frente a una imagen religiosa en busca de alivio, o para vaciar el alma y la mala conciencia del que camina por su existencia descuartizando a todo el que le impide avanzar. Solo soy capaz de comprender la búsqueda de consuelo de quienes remueven ese silencio cuando su vida o la vida de alguien a quien aman corre peligro.

Sí que tengo claro que los hombres me parecen más peligrosos cuando están convencidos de contar con el aval de Dios. Así es más fácil hacer daño, porque cuando el perdón que reposa la culpa se suaviza con la indulgencia divina, ¿dónde está el límite? Pienso en hombres y mujeres religiosos a los que quiero, y reconozco que son pocos los que me inquietan. Eso sí, entre los desconocidos uno me preocupa especialmente, nuestro ministro del Interior Jorge Fernández Díaz, el mismo peregrino que acaba de conceder la máxima condecoración policial a la cofradía María Santísima del Amor, el mismo peregrino que mira la frontera marroquí como un lugar sin cabida para la humanidad.

Nuestro vecino Olof Palme

La mayoría identificará a Olof Palme con el nombre de alguna calle de cualquier ciudad española. Un reflejo de aquellos años 80 en los que los socialistas renombraron o nombraron nuevas calles con su mártir contemporáneo más popular. Puede que si se le preguntara a los vecinos de cualquier calle Olof Palme sobre Olof Palme, no supieran qué contestar. Esto no es sorprendente. Ocurriría lo mismo con los vecinos de Alberto Aguilera o Blasco de Garay. Y seguramente, solo Colón, Del Bosque o Miguel Indurain escapen a este vacío.

Cuando hace un par de noches tropecé con el documental sobre el hombre que comparó los bombardeos sobre Vietnam con los campos de concentración nazis, logré, por fin, completar el dibujo de una sombra vaga que ha paseado por mi memoria durante años. Aquel presidente sueco al que asesinaron un viernes por la noche cuando salía del cine con su mujer.

Olof le tocó los cojones a mucha gente. En su larga lista de agraviados aparecían personajes atómicos como Nixon, Franco, Thatcher o Pinochet. Pero sobre la vida de este extraño político, el rasgo que más me sorprende es su largo viaje desde la comodidad de una infancia burguesa a la lucha de clases. Aquel viejo sueño destruido por los totalitarismos en la II Guerra Mundial, y prostituido durante medio siglo por la URSS y sus pobres países satélite. Quién escaparía a un destino lleno de lujo para transformar un país muy rico, en un país muy rico y solidario con los suyos y con los que llegaban desesperados. Ya saben aquella milonga de sanidad y educación universal, impuestos en función de la renta y bla, bla, bla.

El hoy apaleado estado del bienestar se inventó en Suecia, y tuvo en Palme a su más decidido hacedor y defensor. Será por esto, que ahora que los gobernantes a los que hemos votado y aupado hacia nuestro desastre nos repiten que es imposible sostener una sociedad en la que se proteja al débil, me resulte más fácil comprender en qué tramo del círculo nos encontramos. Cada vez más cerca del infierno que llevamos dentro. Y cada vez más lejos de nuestras soñadas vacaciones en la calle Olof Palme de Formentera.

Ultra Sur en cuatro tercios

En mi niñez, Ultra Sur fue aquella ola humana en cuatro tercios que veía en mi televisión cabalgando sobre el cemento del fondo del Bernabéu antes de romper finalmente contra la valla cuando Butragueño, Valdano o Hugo Sánchez marcaban un gol. Era también fuego de bengalas y banderas españolas con escudos cuyo significado todavía desconocía.

En mi adolescencia, Ultra Sur fue aquella horda que apareció de la nada para desatar el pánico general antes de aporrear a los hinchas del atleti en el Paseo de la Castellana, el día que Fabio Capello ganaba su primera liga en Chamartín. También aquel grupo de locos que lograron derribar la portería una tarde noche de abril de 1998 en la que Karembeu pareció el mejor fichaje de la década.

A los veintitantos, Ultra Sur fue la juerga que inundó el centro de Glasgow con aquel cántico casi desaparecido de «arriba, arriba.. arriba, arriba con ese balón, que Juanito la prepara, y Santillana mete gol», el día que vi ganar la novena Champions al Madrid. Siempre he pensado que solo Zidane, Butt y yo tuvimos la mejor perspectiva para disfrutar del gol más importante que nunca he marcado.

En los últimos años, Ultra Sur ha sido ese grupo de privilegiados mimados por el club, que creía suyo el sentimiento, la identidad, e incluso la capacidad de crítica del madridismo. La escena de José Mourinho recibiendo una placa de manos de los líderes ultras al pie de los banquillos se produjo hace solo siete meses. Sin duda, Ultra Sur ha sido la herida que ningún presidente se había atrevido a cerrar, pese a la simbología fascista que todavía brotaba tras la portería en la que el equipo casi siempre remontaba.

Ayer estuve frente a la puerta 28 del Santiago Bernabéu. Los Ultra Sur no pudieron entrar al estadio. A las seis y media de la tarde formaron un pasillo acordonado por la policía. Durante hora y media entonaron los viejos cánticos, le recordaron a Florentino Pérez que el Real Madrid no es su cortijo, e insultaron a los peñistas que ya ocupan sus asientos en el fondo sur. Hora y media después de acabar el partido no quedaba rastro de Ultra Sur.